Durante años he visto cómo el mundo de la inversión buscaba cifras como quien busca señales en un mapa: Métricas, gráficos, comparativas, múltiplos…
Todo útil, todo necesario. Pero no definitivo.
Hay algo que no cabe en un Excel: el talento.
Ese talento que no hace ruido. Ese que no siempre llega de la mano de un pitch espectacular, porque está demasiado ocupado construyendo. Ese que no vive de tendencias, sino de convicciones.
He aprendido que las ideas pueden copiarse.
El código puede replicarse.
La estrategia puede imitarse.
Pero el talento… el talento es irrepetible.
Y, sin embargo, demasiadas veces se queda fuera de radar. No porque no exista, sino porque no grita.
El talento de verdad es más humilde que arrogante, más profundo que aparente.
No busca impactar: busca perdurar.
Y suele haber pasado ya por incendios que no salen en las noticias.
Creo que apoyar a un emprendedor no es firmar un cheque.
Es mirarlo a los ojos y decirle: veo lo que estás construyendo, incluso antes de que exista.
Ese gesto solitario, casi íntimo, tiene más valor que cualquier métrica.
Los inversores que apuestan por el talento —de verdad— no siempre encuentran la startup del año. Pero casi siempre encuentran personas capaces de crear durante diez años.
Y eso es lo que transforma industrias, ciudades y, a veces, destinos enteros.
Quizá estemos entrando en una etapa nueva, más madura: una donde no se invierte solo en lo que brilla, sino en quien sostiene la luz.
Al final, apostar por una empresa te da un retorno.
Pero apostar por el talento… puede cambiar la historia.