Siempre se habla del emprendimiento como una conquista de la libertad.
El gran sueño contemporáneo:
—“Sé tu propio jefe.”
—“Organiza tu tiempo.”
—“Construye tu vida sin pedir permiso.”
Y sí… hay algo de verdad en eso.
Pero nadie te cuenta que esa misma libertad viene envuelta en una cuerda fina y silenciosa que, si no la conoces, puede terminar sujetándote más que cualquier horario de oficina.
La libertad del emprendedor no es un campo abierto.
Es un territorio inmenso donde no hay caminos trazados y donde cada paso depende de ti.
Esa sensación de amplitud puede ser maravillosa…
o puede convertirse en una responsabilidad que pesa como una piedra caliente en el pecho.
Porque emprender también es servidumbre.
La servidumbre de estar siempre pensando en tu proyecto, incluso cuando duermes.
La de vivir con la presión de que, si tú fallas, todo se tambalea.
La de decidir solo, cargar solo, sostener solo.
La de ser el último en cobrar, el primero en llegar, el que nunca puede permitirse un día de derrumbe porque la empresa no entiende de estados emocionales.
Es un espacio cerrado extraño: porque lo construyes tú mismo, ladrillo a ladrillo, con tu propio sueño.
Y, sin embargo…
Dentro de esa aparente servidumbre hay una libertad que no se puede explicar sin haberla vivido.
La libertad de crear algo que no existía.
La libertad de equivocarte sin pedir perdón.
La libertad de levantarte cada mañana para construir un pedazo de mundo que te pertenece.
La libertad de sentir que estás caminando hacia algo que solo tú puedes ver.
He sido libre hasta el punto de sentir vértigo.
He servido hasta el punto de olvidarme de mí.
Y aun así, volvería a elegir esta vida.
Porque hay cierres que no te quitan aire: te enseñan a respirar distinto.
Y hay libertades que no consisten en tener menos peso, sino en saber para qué lo llevas.
Emprender es exactamente eso: una paradoja hermosa y cruel.
La libertad que te aprieta. La servidumbre que libera.